domingo, febrero 02, 2014

Metanoia

Julia odia dormir. Se levanta cada mañana a las 4, para dedicarse a lo que siempre quiso hacer desde hace buen tiempo, el cultivo vinícola cerca de una playa.

Cada penumbra es un milagro.

Un viñedo de uvas es un trabajo que no solo le permite concentrarse en su devoción por la producción de vinos premium, pero así mismo, le permite un tiempo distinto, un tiempo para desarrollar y explotar su reservorio cultural, su potencial para escribir y definir sueños.

Cada penumbra le trae experiencias sanadoras, pero más que todo, oportunidades. Oportunidades para viajar con su pluma hasta la playa que está a pocos kilómetros; a la ciudad costera donde vive aquel hombre con el decidió no quedarse –pero a quien recuerda todavía–; a la familia que decidió dejar atrás –porque interrumpían su proceso de liberación–; a su perrito, Santi, a quien tampoco supo querer. Ella identifica esa forma de 'viajar' y escribir como “un trabajo que generalmente no es realizado in situ”, es decir al pie de los hechos registrados, sino solo en la playa donde ahora vive, y en el viñedo en el que cada día disfruta cuidando, levantando y limpiando sus queridas uvas, para que den el mejor fruto.

Podría suponerse que busca explorar el misterio de la muerte allí, y el misterio del descubrimiento, de la revelación personal de lo que ella es y será.

Cada madrugada es un recorrido arduo, pero también, supone una rutina importante, sacrosanta, no solo para su crecimiento personal pero sobre todo, artístico.

Cada planta, cada chardonnay, cada sauvignon, cada racimo de pinot noir destila un olor poderosamente inolvidable, distinto, milagroso para ella.

Su sentido olfatorio fue el primero que desarrolló. Por eso desde muy niña siempre pudo darse cuenta de su capacidad para poder sentir olores lejanos, o imperceptibles para el resto. “Cada olor es una maldición”, le dijo al primer hombre del que se enamoró. “Porque se va a quedar conmigo para siempre…”

Para Julia, justamente, es posible estar en medio de la bullanguería desconcertante de una ciudad con todo su tráfico vehicular, con todo su caos y desorden, y sin embargo, cerrar los ojos mientras viaja en un taxi, y en seis segundos, reproducir química e internamente la sensación orgánica necesaria para escuchar la suave ignición de la hornilla en la cocina de Armando, y el metal de la cuchara golpeando delicadamente el platillo de su taza, y sentir, más allá del mundano y trivial café –que no representa nada, absolutamente nada en el mundo para ella– una vez más, su perfume natural, el olor de ese rollo de algas embriagador, potente, de olor terriblemente moderado, con un capullo de madera y menta en su interior, capaz de destruir una sonrisa, y transformarla en adrenalina, nostalgia tóxica y deseo delirante.

Como es de imaginarse, entre sus rituales cotidianos están sus bitácoras, las que escribe noche a noche. En el día, usa esas anotaciones para tejer lo que ella llama "realidades", sentada al pie de sus milagros. La música, su alma gemela, es algo vital para el mantenimiento de sus máquinas interiores, es la única consejera que escucha y que escucha en su cabeza todo el tiempo. Dice que sale de su corazón.

(Intermisión)

Un día, un día cualquiera, abandonó el viñedo -no necesariamente con ánimos de no volver jamás-, y se trajo consigo un jarrón de vidrio, pipón, de boca angosta, sin tapón ni corcho. Al llegar al hotel donde pasaría una considerable nueva temporada se sentó en la cama, al pie de la ventana y de una vista de encantadores naranja, grisáceo y verde, sintió la brisa y neblina desde las montañas, colocó el jarrón sobre la mesa de madera pequeña y escribió en una nueva hoja de su mamotreto: “Metanoia”.

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